jueves, 26 de julio de 2012

De imágenes y sonidos en el desierto


Texto leído en la apertura del 4º Jazzfest Real de Catorce el 25 de julio de 2012

El cuatro es símbolo de creación, de la lucha contra los límites, los cuatro puntos cardinales a que saludamos este día, los cuatro elementos que nos conforman y el cuarto Jazzfest Real de Catorce que aquí nos convoca, mágico número que involucra también los tiempos del Jazz y el Cine, estamos pues en un momento de gozosa coincidencia cinematográfico-musical, de una vibra luminosa.
¡Esperen un minuto, aún no han oído nada! Exclamó Al Jolson viendo directamente a la cámara en la primera frase hablada de la primera película sonora de la historia: El cantor de Jazz, filme de Alan Crosland sobre una familia judía ortodoxa cuyo único hijo comete la osadía de romper la tradición familiar para convertirse en cantante de jazz y de esta manera marcar una relación que aún con este comienzo nació con más tropezones que aciertos hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, el jazz y el cine, su relación tormentosa.
Las siguientes tres décadas el jazz jugó un mero papel de comparsa en la cinematografía norteamericana siendo relegado casi en exclusiva a las comedias musicales donde servía más como telón de fondo que como elemento dramático salvo algunos intentos no muy logrados como Artists & Models, de Raoul Walsh, en la cual se destacaba el trabajo de Louis Armstrong, esto en los años treinta.
En los cuarenta Stormy Weather, de Andrew Stone con Cab Calloway y su Cotton Club Orchestra destacaba más porque los roles principales eran interpretados por actores de color, algo no muy bien visto en aquellas racistas épocas. Sería en Francia donde se hiciera un primer acercamiento a la fusión de ambas artes con Ascensor para el cadalso, cinta en la que Louis Malle invita a Miles Davies para hacer la música. Cuenta la leyenda que el gran Miles aceptó y vio el filme una vez. Entonces se levantó, pidió la reprodujeran de nuevo y sobre la marcha fue componiendo la banda sonora en una sola sesión mientras bebía champagne con el director y la hermosa Jeanne Moreau.
En 1960 Ornette Coleman y su cuarteto lanzan Free Jazz, disco que a la vez da nombre a una nueva corriente en el jazz que prescinde de uno de sus elementos primordiales como es el fraseo al igual que Sin aliento, de Jean-Luc Godard evade las leyes de la edición, la base que por años había perseguido el cine para conformarse como arte. La nouvelle vague, corriente francesa a la cual pertenece esta obra, se convierte entonces en la vanguardia del cine al igual que el free jazz y ambos se encuentran por fin  de igual a igual. Si bien la banda sonora compuesta por Martial Solal no pertenece estrictamente al jazz libre, menciono el paralelismo de la revolución que en ambos casos implica el experimentar con los elementos propios para hacer avanzar a la música por un lado y al cine por el otro. En los años subsecuentes la relación cobra fuerza con la incorporación de jazzistas consagrados en la composición de música para cine, como sucedió con Henry Mancini, quien ya en los años 50 había participado en algunas cintas pero se consagra en 1961 al conseguir el Óscar a la mejor música por Desayuno con diamantes, de Blake Edwards, cineasta con quien lograría una simbiosis memorable para la historia del séptimo arte, siendo indivisibles las imágenes del uno sin la música del otro. Quincy Jones, detractor del free jazz, encontró en el cine una veta creativa y económica bastante favorable. De igual manera Lalo Shifrin, Johnny Mandel y Dave Grusi entre otros se dedicaron a fusionar el jazz con el cine con mayor o menor suerte.
Los años setenta abrirían con la ópera prima de Clint Eastwood, Obsesión mortal, donde un programador de radio es perseguido por una desquiciada fanática de la música de Erroll garner. New York, New York, de Martin Scorsese se convierte en uno de los más grandes tributos al jazz a partir de la historia de un saxofonista interpretado por Robert de Niro y una cantante, a la que da voz Liza Minelli. Para finalizar la década Woody allen hace con Manhattan una obra maestra con otro homenaje a la ciudad de Nueva York acompañado de la música de George Gershwin, legendario compositor cuya obra siempre se vio ligada al jazz.
Este muy breve y rápido recuento del jazz en el cine explica un poco la selección de películas para esta edición del Jazzfest Real de Catorce, las tres cintas en cuestión buscan ser un elemento representativo de cómo el séptimo arte ha visto al jazz en las últimas tres décadas
Con El Cotton Club veremos en primera instancia la estupenda recreación que Francis Ford Coppola hace del legendario club de jazz de los años veinte. En su estreno la cinta no logró el éxito de un público que esperaba más del director de El Padrino, pero la verdad es que Coppola llega a este proyecto ya iniciado a invitación de Robert Evans, el productor con quien terminó peleado en el rodaje de El Padrino I… y también en esta.
La historia paralela de dos parejas de hermanos, unos blancos y otros negros, unos de honor, otros de sangre, brinda un contrapunto muy característico en la obra del director y nos da la oportunidad de disfrutar del espectáculo en su conjunto tanto como en sus elementos por separado, así, es un error considerarla como un musical, ya que la premisa inicial de ese género es que la historia se narre a través de las canciones, mientras aquí son el marco que da entrada a los giros dramáticos, los anuncia, los exalta, les acompaña. El resultado puede parecer un tanto desordenado, pero como en toda obra de arte los valores permanecen y así ha envejecido ésta, con la dignidad de quien se sabe imperfecta pero con virtudes; la música de Duke Ellington combinada con las composiciones ex profeso de John Barry son uno de esos mencionados aciertos.

A lo largo de este vínculo entre jazz y cine se ha realizado una ingente cantidad de películas biográficas, la mayor parte de ellas de calidad regular a mala, pero en 1988 Clint Eastwood marcó un parteaguas con Bird, un poderoso retrato del saxofonista Charlie “Bird” Parker y la obra más lograda del director hasta el momento, que ya es mucho decir. La propuesta estructural de Eastwood, construida a partir de flashbacks nos va llevando poco a poco a descubrir y entender la compleja personalidad del gran saxofonista, revelándonos de a poco rasgos de su personalidad y cómo esta se veía destruida por las drogas. En buena medida el éxito y grandeza del filme se debe a la elección de Forrest Whitaker, uno de los más grandes actores vivos, para el rol de Charlie Parker, una interpretación de esas en las que el actor se despoja de sí mismo para llegar al alma de su personaje, a estas alturas resulta impensable que alguien más pudiera encarnar ese papel.
La cinta fue premiada en varios festivales pero ignorada por los Óscares, donde sólo se alzó con el galardón al mejor sonido por el trabajo de Lennie Niehaus, quien separó los solos de Parker –tomados de grabaciones originales, algunas de ellas inéditas- del resto de la música para luego mezclarlos y acercarnos lo más posible a escuchar su música tal como lo hizo Eastwood a los 16 años y quedó tan enganchado con la experiencia que su intención –y logro- fue saber trasmitirlo al público años después.
Calle 54, de Fernando Trueba inicia con la voz en off del director diciendo “A principios de los ochenta un amigo me regaló un disco que complicó mi vida. Me convertí en un adicto al jazz latino”. A partir de aquí construye una película a la cual no podríamos calificar de documental en el sentido estricto de la palabra, ya que se convierte en una serie de viñetas con breves palabras introductorias donde nos van presentando a Paquito Di Rivera; Eliane Elías; Tito Puente, Bebo y Chucho Valdés; Cachao y Gato Barbieri entre otros grandes del jazz latino.
La grandeza del filme se aprecia en la forma aparentemente sencilla en que el español Trueba desarrolla la trama, aparente porque en realidad encontramos un manejo estético muy solvente pero discreto para resaltar lo que en realidad le interesa, la interpretación de los músicos, ejecuciones en vivo que envuelven y dejan sin posibilidad de mantenerse impasibles, hay magia en esta película de la cual lo que más desearíamos sería que nunca terminara.
Por eso me parece pertinente dar inicio a esta celebración con un jolgorio a la altura del festival y el pueblo que nos recibe, augurar el mayor de los éxitos y larga vida al Jazzfest y reconocer a la Maestra Renata Torres, promotora cultural que hace florecer al desierto. Enhorabuena, mucha música.
Va de pilón la participación de Eliane Elías en Calle 54