jueves, 5 de abril de 2007

¿Sangre nueva para el viejo horror mexicano?



La historia del cine fantástico en México es errática, plagada de prejuicios e infravalorada, por ello es complicado trazar un mapa para entender la trascendencia de las películas de este género dentro de la historia de nuestra cinematografía, la cual, avergonzada de sí misma, se niega a reconocer que lo que la mantuvo a flote durante largos años fue la realización de cintas de género y no los dramones intelectualoides eternamente auspiciados por IMCINE.
Quisiera decir que dentro de las ramas del cine fantástico, el de horror juega un lugar importante dentro de la producción nacional; sin embargo, la realidad es que desde sus inicios, la trasgresión de los géneros ha marcado al cine mexicano para reconvertirlos sin que ello implique el reconstruirlos; por el contrario, representa al sincretismo y aprovechamiento de las circunstancias como vías únicas para narrar una historia en la pantalla.
Temprano en los años 30 del siglo pasado se comenzó a explorar el horror en México a través de tres películas, La Llorona, de Ramón Peón; Dos Monjes, de Juan Bustillo Oro y El Fantasma del Convento, de Fernando de Fuentes, que trajeron consigo buenos augurios, pues las tres resultaron de excelente manufactura y si bien en la filmografía de los dos últimos directores se trató más bien de exploraciones (Peón, de origen cubano, continuó con una prolífica trayectoria dentro del cine fantástico en nuestro país), significaron las torcidas raíces del horror a la mexicana.
Escondido, como no queriendo hacerse notar, el horror siguió haciéndose presente en la cinematografía nacional, aunque con pocas y muy disímbolas cintas, como El baúl macabro (1936), de Miguel Zacarías; La Mujer Sin Cabeza (1944), de René Cardona; Memorias de una vampiresa (1945), del mencionado Peón o esa rareza ‘freak’ que es La rebelión de los fantasmas (1949), de Adolfo Fernández Bustamante.
En 1956 aparecerían dos películas que marcaron, entonces si, el enorme (y para muchos incomprensible) abanico del horror patrio. El serial El Jinete Sin Cabeza, dirgido por Chano Urueta con Luis Aguilar y Flor Silvestre en los protagónicos, combina elementos fantásticos con el cine campirano y todas sus características: canciones, drama, romance y comedia. En tanto, Fernando Méndez abre otra llave con Ladrón de cadáveres, en la que el entonces naciente cine de luchadores se emparenta definitivamente con monstruos y todo lo vinculado a lo sobrenatural.
A partir de películas como estas, la seriedad dejó de ser una característica de nuestro cine fantástico, en particular del horror, donde se llevó de lo delirante (La Momia Azteca Contra el Robot Humano, Rafael Portillo, 1958) a lo verdaderamente impúdico (¡Échenme al vampiro!, Alfredo B. Crevenna, 1963). En 1957, el actor Abel Salazar dio un giro a su compañía productora, ABSA, para financiar El Vampiro, también dirigida por Fernando Méndez, una muy lograda cinta de vampiros rurales con la cual se inicia el único ciclo formal de cine de horror mexicano, merced al amplio catálogo de películas realizadas por la productora de Salazar, mismas que provocaron asombro y generaron culto en Europa, en tanto que en nuestro país provocaron pena ajena a autoridades y críticos, muy a pesar de que, de acuerdo a lo que afirma Pete Tombs, en su libro Mondo Macabro: “Los nueve años entre 1957 y 1966 fueron los mejores del cine fantástico mexicano, y en 1961 casi una de cada cinco películas producidas tenía una orientación fantástica.”
Para los años setenta la producción de horror baja de manera considerable y sobresale entonces la figura de Juan López Moctezuma, como realizador de verdaderas joyas de terror con una carrera iniciada en 1973 con La Mansión del terror -historia basada en un relato de Edgar Allan Poe- y que alcanza su clímax con la mítica Alucarda, la hija de las tinieblas, de 1978. La carrera de López Moctezuma no fue nutrida en cuanto a número, pues desafortunadamente nunca contó con la venia del caciquil Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) y al no poder integrarse como director, su obra fue restringida, aunque también, al contar con versiones dobladas al inglés tuvo mayor alcance fuera del país.
Ya de los años 80 hacia acá, el nombre de horror se puede usar con todas sus acepciones a las películas del género en México, con ejemplos como Cementerio del terror (1985), de Rubén Galindo Jr. y Vacaciones de terror (1989), de René Cardona III, que verdaderamente causaban escalofríos, pero de lo malas que son. Habría que esperar hasta 1993 para que apareciera una película buena y la espera se colmó con creces.
Cronos, ópera prima de Guillermo del Toro, se convirtió en una de las mejores realizaciones en la historia de nuestro cine y la comprobación de que el género fantástico puede crear obras de arte; sin embargo, las condiciones para desarrollar la carrera del director no estaban dadas y desde su segunda producción trabaja paralelamente en Hollywood y España, exportando su enorme talento.
Pasando Cronos, el desierto del horror mexicano se volvió más seco y hubo solamente algunas producciones de videohome que trataron de rescatar el tema hasta este 2007, año en que al parecer se cierra un ciclo con el estreno de Kilómetro 31, primer largometraje de Rigoberto Castañeda donde se retoma al personaje de la Llorona, mezclada con leyendas urbanas y mucho del horror oriental actual para entregarnos una película con deficiencias en guión y actuaciones, pero hecha con excelente producción y sobre todo, muchas ganas y calidad en los efectos visuales; así, si La Llorona de Peón introdujo el horror a Mexico, esperemos que Kilómetro 31 marque la entrada del género a las grandes ligas nacionales y deje de ser estigmatizado por autoridades y crítica.
¿Y por qué no? Que venga una nueva era para el cine de terror en nuestro país.