Gil Pender, guionista de Hollywood metido a incipiente novelista viaja a París con su prometida y futuros suegros, él está maravillado con la ciudad luz, contrario a sus acompañantes; peor aún, un petulante amigo de la novia se une al grupo para llenar los días de insoportables comentarios culteranos. La evasión es lo consecuente. Pender vaga por las calles para buscar la inspiración necesaria para desatorar su novela, perdido entre callejones, a medianoche es invitado a subir a un auto antiguo que lo conducirá a una fiesta amenizada por Cole Porter donde conoce a los Fitzgerald y más tarde a Hemingway y la procesión de artistas que poblaban el París de los años 20 en una sucesión de viajes al pasado más placentero, a su propia edad de oro.
Con la nostalgia –uno de sus temas recurrentes- como eje central, Woody Allen construye su más reciente cinta, la que a mi parecer es su obra más completa desde Manhattan (1979), pieza que se nutre de la literatura (París es una fiesta, de Hemingway), la música (Porter, obviamente, pasando por Sidney Bechet, Enoch Light y Lucienne Boyer entre otros) como de la propia obra del cineasta en función de que esta es la más alleniana de sus películas en todos los sentidos y podemos encontrar paralelismos con buena parte de su obra, en particular con La rosa púrpura de El Cairo (1985) pues en ambos casos los personajes principales rompen la barrera de la realidad y del tiempo para encontrar en el pasado alivio a la pesadez de su cotidianeidad, “la nostalgia es negación, negación del doloroso presente” sentencia el petulante Paul.
En El ser y el tiempo, Heiddeger definió a la nostalgia como el estado de ánimo fundamental del filosofar y eso mismo hace Allen respecto a su obra a través de Pender, alter ego del cineasta notable incluso en la propia interpretación de Owen Wilson en torno al personaje, aunque en este caso ya de inicio plantea que la búsqueda de la edad de oro en el pasado implica un absurdo, fascinante y mágico, sí, pero a fin de cuentas limitante en el desarrollo personal. Como espectadores logramos identificarnos con el embeleso del escritor, sobre todo por la sucesión de sorpresas que resultan los personajes que vamos reconociendo, desde los menos conocidos a ojos del gran público, como Djuna Barnes e incluso Man Ray hasta los más famosos, como Dalí, Picasso y Buñuel. Allen nos deja ver en todo momento que hay algo que no termina de cuajar en esos deliciosos viajes al pasado, pero tampoco en la era real de nuestro héroe y esa situación la resuelve reflexionando en otros dos de sus grandes temas: el amor y la muerte.
“Un escritor no le teme a la muerte, el verdadero amor da tregua a la muerte” le espeta Hemingway a Pender en un momento crucial; en el presente la vida se va deformando, en el pasado ha conocido a Adriana, amante de Modigliani, Braque, Picasso y ahora fascinación del joven escritor, que hace honor al significado de su nombre: la que viene del mar, la sirena que atrae con su insondable belleza y que sin embargo tampoco se encuentra a gusto en su tiempo y añora el París de la Belle Epoque. Se encuentra también con el amor legendario de Scott y Zelda Fitzgerald, crucial para entender las implicaciones de la vida y la muerte para nuestro personaje, esa añoranza del presente en que se verá envuelto si elige como hogar el pasado, por ello Gertrude Stein le señala que “el artista no debe desesperar, sino buscar una alternativa al vacío existencial”, Pender debe tomar una decisión respecto a su vida mientras su creador, Woody Allen, nos sigue hablando con metáforas eruditas a través de una comedia aparentemente ligera, aunque nada más erróneo que pensar en ello, pues en cada relectura de la cinta encontramos una ilación más y más profunda de su pensamiento como director, como lo muestra el viaje final al pasado, encuentro de Pender con T.S. Eliot, el joven le comenta al poeta que “Prufrock era casi un mantra para mí” aludiendo a La canción de amor de J. Alfred Prufrock, primer gran poema de Eliot que ilustra bastante bien la situación de Pender y que en una segunda lectura podemos encontrar que hace referencias a Dante y Shakespeare, a la postre autores influyentes en la obra de Allen. Disimuladamente, el director ha llevado a su personaje a través del dasein de Heiddeger -mundo, finitud y soledad- cubriendo la obra con una piel agradable y accesible en apariencia a todo público, no por nada se ha convertido en la película más taquillera en USA para el genio neoyorquino.
La maestría de la cinta hace que estas líneas sean insuficientes para describirla en su complejidad, pero tampoco se trata de hacer –por ahora- un estudio profundo, valgan pues para introducir a una obra maestra del cine en nuestros tiempos, para celebrar a uno de sus creadores más talentosos y para añorar a París en los 20’s, con lluvia.
Medianoche en París
Midnight in Paris, USA-España 2011
D y G: Woody Allen
P: Letty Aronson, Stephen Tenenbaum, Jaume Roures
F: Darius Khondji
E: Alisa Lepselter
V: Sonia Grande
Con: Owen Wilson (Gil Pender); Marion Cotillard (Adriana); Rachel Mc Adams (Inez); Michael Sheen (Paul); Kathy Bates (Gertrude Stein); Corey Stoll (Ernest Hemingway); Carla Bruni (Guía); Lea Seydoux (Gabrielle)